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Mercado de Cádiz (Cádiz 2015)



Aunque sea para dar una vuelta, al mercado hay que ir. Lo peor que te puede pasar, que te mojes los pies y te entre hambre. Tener hambre y los pies mojados es fatal.

Es que acabo de ver las fotos y se me va la olla.

Durante el viaje a Cádiz en 2015, fuimos a visitar su mercado central. Como quien visita un museo.








No pudimos resistirnos ante semejantes manjares y nos compramos unas muestras para catarlos.

Algunos puestos, tienen restaurantes conocidos que te cocinan a la plancha lo que compras en el mercado. En esta ocasión fuimos a un bar restaurante que nos indicó la pescadera, que está a la vuelta de la esquina del mercado. No recuerdo el sitio, pero el trato fue bueno. Nos cobraron un fijo por la plancha, el cubierto, y la bebida ¡Qué bueno estaba!

Comenzamos con unas almejas. Buen calibre tenían.

Gambas, chipirón, langostinos, carabineros, cigalita y una tapa de carrillera del lugar, para completar el menú.







La primera visita al mercado fue -una vez más- un festival, una pasada de rico todo, una barbaridad. Al mercado no hay que ir con hambre.

De allí fuimos al Café Royalti dando un tímido paseo, porque era demasiado pronto para ir a la playa.






La segunda visita fue más comedida. Directos al puesto de atún rojo para quitarnos las ganas de hacer una escapada a Barbate o Zahara de los Atunes para comer un plato.

Asesorados por el pescadero, compramos tres trozos de tres partes distintas del atún. La más valiosa, ventresca. Morrillo no nos quiso dar porque estaba caro y creo que los otros trozos fueron solomillo y tarantelo, pero eso no lo recuerdo bien. De la ventresca no nos olvidaremos.

En el mismo recinto del mercado hay bares y puestos de comida que te cocinan la compra por un módico precio. Nos fijamos en uno que tenía parrilla y allí fuimos.

 


 El propietario era muy majo y tenía muy buena mano con la parrilla. Su carta es para ir a comer de propio.

Comenzamos con el trozo más normal. Estaba riquísimo, sabroso, se desmenuzaba sin resistencia. Y se suponía que era el menos bueno.

Continuamos con un bocado digno de retratar dos veces. Acompañaba cada bocado una pequeña guarnición de agradecer, de parte del cocinero.



De repente, se debió hacer la hora punta y el sitio se llenó de gente. Nuestro último trozo de atún, la ventresca, no había salido; se despejó la multitud y teníamos a mitad la Estrella de Galicia que habíamos repostado allí al lado.

La ventresca nunca salió. Mejor dicho, no nos llegó. El chico la sacó y una chica morena que dudo mucho hubiese pedido o comprado un trozo de pescado como ese, la cogió. Juraría que delante de mis narices porque me pareció que me hacía la señal, sacó el plato y lo cogió esa desalmada. Debieron ser unos italianos que cuando se fueron le dieron las gracias y le dijeron que muy bien eufóricos.

Nos pidió perdón mil veces, nos invitó a comer al día siguiente (pero nos íbamos). Nos dijo que era la primera vez que le pasaba, que no pasa nunca; ejem.

Fue una lástima. Comimos una hamburguesa y un poco de carne a la parrilla muy bien especiada. Sabrosa es poco. Pero ventresca  no.


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