No nos preocupaba darnos un pequeño festival.
En el restaurante había un menú por treinta euros, que sobre el papel pintaba muy muy bien pero fue una confirmación más de que allá donde las tapas sean buenas, evita comer de plato.
Gambas a la plancha, un poco pasadas de fuego. Sabrosas.
El plato de arroz con bogavante estaba pasado y la carne resultó escasa en un plato aparentemente lleno.
Pintaba bien pero resultó caro.
De postre pedí leche frita. Siempre me ha gustado el dulce.
Con la leche frita el listón está alto porque en contadas ocasiones, las monjas de la residencia donde estuve la hicieron de postre, y el recuerdo que tengo de ellas es muy bueno.
Estaba fría y puede que supiera a algo, aunque quizá fueran los alimentos ingeridos antes.
Un comienzo un poco flojo para lo que veníamos viviendo que sirvió para constatar que los menús, por muy bien vendidos que estén, no siempre son la mejor opción.
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